Gervasio Iglesias
No sonríen. La expresión de Monchi es de cierta incredulidad por tener a quien tiene a su lado. La de Maradona es la misma que repite en miles, quizás millones de fotos. Aunque a ambos se les ve fuera de lugar. Maradona se ha aferrado a un club instalado en la medicriodad como tabla de salvación para escapar de las llamas que lo consumen en Nápoles y salvar su naufragio personal en un nuevo mundial. Monchi es carne de mofas y burlas. Portero suplente mediocre, objeto escarnio caricaturizado en un programa cómico.
En ese momento nadie podría adivinar que esa foto iconizaría el fin y el comienzo de dos filosofías contrapuestas, de dos modos de enfrentarse no sólo al fútbol, sino a la lectura social del mismo.
La apuesta por Maradona significó la apuesta por un modelo rancio, antiguo, que anteponía los grandes nombres. La directiva presidida por Luis Cuervas había traído a un magnífico portero, Dassaev, que se eclipsó entre desgastadas rodillas y caídas al foso universitario con más tinto del debido en el cuerpo. Y algún que otro gol en propia puerta. La operación comercial con la antigua URSS fue digna de una película de espionajes (aún no había caido el muro), pero la deportiva fue un fiasco.
La debacle de Dassaev dio paso a que pudiera existir el Monchi portero.
Con Maradona aquella directiva amplificó su error. “Maradona ha puesto en el mapa al Sevilla” decían. Una justificación auto exculpatoria de un disparate mayúsculo en concepto y ejecución.
Ni Maradona iba a hacer nada por el Sevilla, ni podía. Y encima unos dirigentes que sin tener el más mínimo pedigree lo querían disciplinar. A un drogodepediente o lo dejas vivir a su aire o lo encierras en una mazmorra hasta que se le pase la adicción. Pero cambiarle los frascos de orina de los controles antidoping te convierten en su mayordomo. Y el señorito, por muy de barrio que se siga considerando, nunca va a hacerle caso a sus lacayos. “Fue como darle un Ferrari a un mecánico de Torreblanca”, me decía hace poco un buen amigo que conoce bien de cerca la historia.
Semejante despropósito conceptual conllevó una ruina que acabó con el descenso y ascenso burocrático de un equipo que sólo se salvó gracias a la pasión de su afición.
Sevillista hasta en sus sueños, en la época en que “no habia dinero ni para balones”, Monchi, quizás con todas esas experiencia sobre sus espaldas, ejecutó el único plan posible sobre la mesa. Un equipo. Chavales con ganas de comerse el mundo. No había para nada más, pero tampoco nadie hasta ahora en el mundo del fútbol había creido que se podía hacer un equipo competitivo a coste cero. Y luego a vender,a hacer caja y a crecer.
El plan que todos los clubes quieren emprender ahora y del que Monchi que fue pionero. Por necesidad y me atrevo a afirmar que por convicción. El resultado ya lo conocemos. Victoria por goleada.
La misma goleada que retrata esa foto. Goleada de modelo, de filosofía, de dominio y manejo de las personalidades de los futbolistas. Hasta de títulos.
Maradona consiguió el gol de los goles contra Inglaterra en el mundial del 86.
Monchi ha conseguido lo que nadie, absolutamente nadie en el mundo del fútbol ha conseguido: que un director deportivo sea el ídolo de su afición.
Por eso miro y remiro esa foto. La foto de dos reyes, de dos insuperables. Maradona, rey del viejo fútbol. Monchi, rey del nuevo fútbol.
Un dentista uruguayo que escribe teatro, un boticario novelista, una farmacéutica nuclear, un abogado columnista, un productor de cine portero de fútbol sala y un filósofo editor.